lunes, 31 de enero de 2011

Un país en la mochila

Hace unos días, encontré fortuitamente un artículo que, en pocas palabras, consiguió plasmar con un puñado de letras aquello que siempre he pensado y nunca he sabido expresar. Hace apenas año y medio (¡apenas!), me propuse comenzar a viajar y conocer algo más que el lugar donde vivía. No me refiero a visitar un hotel y conocer la playa adyacente, u hospedarme en el centro de una ciudad y bajar a desayunar a la cafetería de enfrente.

Hablo de, con la ayuda de amigos que vivan allí, o con simple curiosidad, patear de arriba abajo mi destino, perdiéndome entre las calles y entre la gente, descubriendo lugares y disfrutando de lo que veo. La Puerta del Sol, El Retiro, La Manga o Maspalomas  tienen su encanto, pero artificial y turístico. El verdadero placer reside en perderte una noche en el barrio de San Fernando en Telde, comer en el primer kebab que abrieron en Madrid, visitar de noche las playas de Melenara, bañarse en el rio Bullas o tomar el sol en la playa de Calblanque. En definitiva, disfrutar de esas cosas que solo conocen los autóctonos o curiosos.

Antes de dejaros el texto, quiero recalcar que las intenciones del artículo siguen otros derroteros, pero no me parece nada despreciable el mensaje que envía.

Carta a María, por Arturo Pérez-Reverte.

Tienes catorce años y preguntas cosas para las que no tengo respuesta. Entre otras razones, porque nunca hay respuestas para todo. Y además, he pasado la vida echando la pota mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha, visionarios y sinvergüenzas que decían tener la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona casi nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que mires.

Fíjate bien. Eres el último eslabón de una cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia. De una cultura originalmente mediterránea que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica, que luego se hace romana y fertiliza al Occidente que hoy llamamos Europa. Una cultura que se mezcla con otras a medida que se extiende, que se impregna de Islam hasta florecer en la latinidad cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja a América en naves españolas para retornar enriquecida por ese nuevo y vigoroso mestizaje, antes de volverse Ilustración, o Fiesta de las Ideas, y Ochocentismo de revoluciones y esperanzas. 0 sea, que no naciste ayer.

Para conocerte, para comprender, lee al menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario básico. Estudia latín si puedes, aunque sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre del universo en que te mueves. Da igual que te gusten las ciencias: ten presente – como siempre recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de Gramática -, que Newton escribió en latín sus Principia Mathematica, y que hasta Descartes toda la ciencia europea se escribió en esa lengua. Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear un poco de italiano, y que el estudio del gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y bellísimo instrumento al que aquí llamamos castellano y en todo el mundo, América incluida, conocen como español. Para ello, lee como mínimo a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al teatro y la poesía del Siglo de Oro, conoce a Moratín, que era madrileño, a Galdós, que era canario, a Valle-Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas y semíticas. Con algunos de ellos también aprenderás fácilmente Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio, Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, Elliot, Fernández Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda que en el principio fue la Biblia, y que toda la Historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a las obras de Platón y Aristóteles.

Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cabra de campanario sobreviven a una visita paciente a El Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en el casco viejo de San Sebastián mientras consideras la posibilidad de que parte del castellano pudo nacer del intento vasco por hablar latín. Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el mar por el que vinieron las legiones y los dioses, intuye en Extremadura por qué sus hombres se fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete de que el moro de la patera nunca será extranjero para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el monte San Michel. Tómate un café en Viena y en París, mira los museos de Londres, descubre una etimología almogávar en el bazar de Estambul o una palabra hispana en un restaurante de Nueva York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires, sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas de Teotihuacán. Si haces todo eso o al menos sueñas con hacerlo, conocerás la única patria que de verdad vale la pena.

lunes, 10 de enero de 2011

Yo sí creo en ellos


Es cierto que hay mucha mierda en el deporte, pero sin un poco de fe, no vamos a ningún lado. Yo seguiré disfrutando con ellos a riesgo de llevarme una gran desilusión. ¿Y tú?